Transcripción: Al presenta un resumen de su artículo
Mi nombre es Al Tizon y sirvo en el Equipo de Redes de la Fraternidad Internacional para la Misión como Transformación, más conocida como INFEMIT. Me apasiona, así como estoy seguro que a ustedes también, la reconciliación y la construcción de la paz, como parte de la misión de Dios en el mundo.
Hoy me gustaría compartir sobre un elemento crucial que debe aplicarse, en el caso de que la paz sea una posibilidad.
Hace unos años escribí un libro titulado “Pleno y reconciliado”, en el que hablé de seis elementos cruciales para la construcción de la paz como misión. El día de hoy, solamente hablaré sobre uno de ellos; aunque hay más elementos cruciales sobre los cuales hablar, el trabajo de paz y reconciliación no puede prescindir del elemento en el que nos centraremos hoy, llamado, el elemento crucial de curar el dolor.
Los conflictos duelen en muchos niveles. Las heridas profundas de guerras largas entre tribus, naciones o familias requieren un proceso de curación, y las personas pacificadoras tienen un papel que desempeñar en esa curación para que la reconciliación tenga una posibilidad.
Ahora bien, el trabajo de curación puede parecer cálido y difuso, pero el ministerio de curación implica un dolor insoportable. Lo comparo con el restablecimiento de una fractura, un procedimiento quirúrgico que busca reparar un hueso que alguna vez se rompió y que con el tiempo se curó incorrectamente, porque no se le dió continuidad. El procedimiento requiere volver a romper el hueso, no es en absoluto algo agradable, pero eso es exactamente lo que se necesita para el ministerio de la reconciliación.
El problema radica en que nos acostumbramos a nuestras deformidades. Nos acostumbramos a estar lisiados, lo que nos impide caminar hacia el Otro/la Otra. Nos acostumbramos a la inmovilidad, a la cojera, a la alienación de aquellos/as a quienes hemos considerado enemigos/as. Nos convencemos a nosotros/as mismos/as de que la enemistad entre nosotros/as y ellos/as debe ser así. En este sentido, el arte de hacer la paz intenta convencer a quienes están con deformidades a someterse a un restablecimiento de la fractura para ser sanados/as y reconciliados/as en Cristo.
La deformidad describe ambos lados de cualquier conflicto, aunque de una manera distinta. Los diferentes huesos deben reajustarse en los dos lados, y la curación relacional hacia la paz requiere conocer la diferencia. Se requiere conocer que la diferencia no solamente no significa lo mismo, sino también significa no igual.
Como explica la organización pacifista Musalaha en el Medio Oriente, “en cada conflicto un lado es más poderoso que el otro”. Al principio, no estaba de acuerdo con esta afirmación, pero al reflexionar sobre los diversos conflictos en los que he estado involucrado (ya sea como participante o como mediador) he experimentado que esto es cierto.
Ya sea si un esposo tiene una ventaja emocional en comparación con su esposa, en medio de una crisis matrimonial; o si una tribu más grande tiene más voz frente a una tribu más pequeña, en una disputa organizacional o eclesiástica; o si una cultura se apropia de la posición política sobre otra cultura minoritaria, en medio deun conflicto racial; el conflicto, la mayoría de las veces, ha demostrado contundentemente el factor de desigualdad. En la medida en que las personas pacificadoras disciernan, identifiquen y reconozcan la diferencia de poder, podrán guiar a las dos partes en el proceso de curación.
Con este diferencial de poder en mente, las personas pacificadoras desafían a las partes en conflicto para que desempeñen diferentes roles en el proceso de curación.
En el caso de aquellos/as que por su poder han aprovechado la ventaja a expensas de los/as más débiles, el mensaje principal es este: ¡Arrepiéntanse! Dios llama a los/as opresores/as, abusadores/as, terroristas, colonizadores/as, violadores/as, e incluso, a los/as beneficiarios/as que sin saberlo han sido cómplices de sistemas injustos, a que se arrepientan, se aparten de sus malos caminos y confiesen, confiesen sus pecados a Dios y a las personas a las que han hecho daño.
El arrepentimiento vuelve a romper el hueso de la perpetración que transformó a los/as poderosos/as en opresores/as, y lo restaura en justicia y reconciliación. Y contrariamente a la idea errada de que el arrepentimiento es un acto que se concreta una sola vez, las personas pacificadoras instan a los/as malhechores/as a asumir una postura de arrepentimiento y humildad de por vida.
Las personas pacificadoras no pueden ignorar este mensaje; el arrepentimiento es la parte esencial que los/as malhechores/as juegan en el proceso de curación, no solo por el bien de la curación entre ellos/as y sus víctimas, sino también por el bien de su propia curación. A la luz del diferencial de poder, donde una parte tiene la ventaja, las personas pacificadoras se convierten en profetas cuando llaman a arrepentirse a los/as perpetradores/as al arrepentimiento.
René Padilla escribe sin rodeos:
“En cualquier situación en la que se hace un mal uso del poder y los/as poderosos/as se aprovechan de los/as débiles, Dios se pone del lado de los/as débiles. En términos concretos, eso significa que Dios está a favor de los/as oprimidos/as y en contra de los/as opresores/as, a favor del/a explotado/a, y en contra del/a explotador/a, a favor de la víctima y en contra de/al victimario/a”. Nada menos que un arrepentimiento de corazón como aquel de los ninivitas haría que Dios se abstenga de imponer un juicio severo sobre los/as malvados/as.
Sin embargo, cuando los/as malhechores/as se arrepienten verdaderamente, Dios muestra misericordia, como lo demuestra claramente en la historia de Jonás. Célestin Musekura, fundador y presidente de los Ministerios Africanos de Liderazgo y Reconciliación (ALARM) nos recuerda que “los/as abusadores/as son víctimas antes de convertirse en perpetradores/as”. A la luz de ello, ¿por qué Dios, que desea que todos/as estén completos/as y reconciliados/as, no se abstiene de juzgar a los/as verdaderamente arrepentidos/as? Con el juicio de Dios levantado, los/as malhechores/as comienzan a sanar y se posicionan para contribuir al proceso de sanidad que conduce a la paz.
“¡Arrepiéntanse!” grita el profeta pacificador a los/as malhechores/as. Con igual urgencia, también llevan un mensaje definitivo a los/as agraviados/as, que es este: ¡Perdonen! Las víctimas de maltrato deben perdonar no solo por el proceso de paz, sino por la restauración de sus propias almas.
En mi interpretación del reino, el llamado a perdonar el mal, constituye la mayor exigencia. Sí, los/as perpetradores/as necesitarán ayuda, necesitarán la ayuda de Dios para arrepentirse con humildad y sinceridad; pero para los/as colonizados/as, los/as abusados/as, los/as esclavizados/as, los/as violados/as, los/as viudos/as y los/as huérfanos/as, perdonar a sus victimarios requiere una doble porción de ayuda de Dios. Podemos verlo como la necesidad de volver a romper y restablecer, no solamente un hueso, sino varios. Amados/as asesinados/as, cuestionados/as, encarcelamiento, tortura, confiscación de bienes, traición de un/a cónyuge, abuso sexual de un/a niño/a, etc. Estos recuerdos destruyen gravemente el alma y, en ocasiones, también el cuerpo.
Pienso en Ruach, un hombre cristiano de Sudán del Sur de 25 años que, debido a su fuerte fe en Cristo, fue empujado por un rival musulmán a una máquina que le amputó la pierna derecha y le aplastó los testículos. Cuando nuestros/as socios/as en Sudán del Sur nos notificaron sobre esta tragedia, respondimos inmediatamente enviando fondos de emergencia para obtener la ayuda médica urgente necesaria.
Después de meses de lucha entre la vida y la muerte, Ruach sobrevivió al intento de asesinato que sufrió; se está recuperando y se está haciendo más fuerte. Sin embargo, su deformidad es permanente. La pérdida de su pierna, su hombría y la posibilidad de tener hijos le recordarán siempre el crimen cometido contra él. Así, ¿cómo nos atrevemos, como personas pacificadoras, a acercarnos a Ruach y a su familia para decirles que perdonen al hombre que lo empujó frente a esa máquina? ¿Cómo nos atrevemos a predicar sobre el perdón para quien lo empujó, y por tanto, para todos/as los/as musulmanes/as, que equivocadamente, como en este caso, persiguen, mutilan y matan a los/as cristianos/as en el nombre de Alá?
De hecho, el perdón constituye la petición más difícil en el proceso de construcción de la paz. Porque, humanamente hablando, la venganza tiene mucho, mucho más sentido para Ruach y su familia. La justicia retributiva exige represalias. El malhechor debe pagar. Ojo por ojo. Diente por diente. Pierna por pierna. Testículo por testículo.
El único poder capaz de romper este ciclo y así desafiar la lógica de la venganza, no puede venir en última instancia de nosotros/as mismos/as; nuestras almas lisiadas lo impiden. Debe venir del Espíritu Santo, quien es el único que puede darnos el poder de perdonar. “El perdón de corazón es un acto sobrenatural”, dice Musekura. Las personas pacificadoras, deben predicar acerca del perdón sobrenatural, porque por más duro que sea, en Cristo, Dios nos ha perdonado. Musekura, víctima de la tremenda pérdida de familiares y amigos en el genocidio de Ruanda de 1994, declara que “como personas que han sido perdonadas, no tenemos otra opción [que perdonar también]”.
Por supuesto, hablo solamente desde el ángulo teológico con respecto a la curación del trauma, que es incompleto en sí mismo. Como personas pacificadoras, también debemos ser expertos/as en el ministerio de derivación y conectar a las personas traumatizadas con profesionales calificados/as que puedan guiarlos/as en la terapia del trastorno profundo de estrés postraumático (trastorno por estrés postraumático) y en terapias similares.
Perdonar no depende de si los/as malhechores/as se arrepienten (al igual que arrepentirse incidentalmente no depende de si los malvados/as perdonan). Las personas agraviadas no pueden controlar la respuesta de las personas infractoras. Si no se arrepienten, entonces el perdón se convierte, más bien, en la liberación de las víctimas; abrazando la postura del perdón, se liberan de los recuerdos que les torturan.
Sin embargo, aunque es cierto que sin el arrepentimiento de la persona infractora, la reconciliación no puede concretarse. Y tampoco puede concretarse si la persona agraviada no perdona. Por ello, por el bien de su propia curación y por la posibilidad de reconciliación, las personas pacificadoras instan a las víctimas de delitos a afirmar su identidad en el Jesús crucificado y resucitado y a extender, por el poder del Espíritu, la mano milagrosa del perdón.
Las personas pacificadoras llaman a las personas victimarias al arrepentimiento; llaman a las víctimas a perdonar; y luego, en algún momento, llaman tanto a la víctima como la persona victimaria para que se lamenten, se lamenten juntos/as. “Laméntense en la Biblia”, escribe Soong-Chan Rah, “es una respuesta litúrgica a la realidad del sufrimiento e involucra a Dios, involucra a Dios en el contexto del dolor y de los problemas”. Se refiere a una expresión sentida de profundo dolor, a menudo acompañada de quejas descaradas, fuertes lamentos, gemidos profundos y palabras furiosas contra sistemas injustos, regímenes crueles, gran pérdida de vidas, crímenes contra la humanidad y la aparente ausencia de Dios, incluso cuando asume que la esperanza sólo se puede encontrar en Dios. De eso se trata el lamento.
Hace varios años, se me pidió que participe en la inauguración de una consulta de desarrollo comunitario en Sudáfrica para iniciar una semana de presentaciones y actividades para crear asociaciones.
Frente al riesgo de comenzar el evento de manera decepcionante, guié al grupo de participantes, compuesto por personas trabajadoras cristianas africanas y norteamericanas, en un momento de lamento comunitario. No me pareció correcto en una reunión sobre asociación y desarrollo económico pasar por alto la historia del colonialismo y el papel que jugó la iglesia occidental en él, y que sin duda los participantes africanos continuaron experimentando de una forma u otra.
Facilité un recitado grupal de varios lamentos poscoloniales generales. Luego, animé a todos/as a gritar con lamentos específicos de sus contextos. Aunque no hubo muchos gritos, casi todos/as hablaron. Las personas participantes se escucharon mutuamente, compartieron con honestidad y sinceridad. Si bien la mayoría de las personas africanas compartieron el dolor de sufrir pérdidas e indignaciones relacionadas con el espíritu colonial pasado y presente, las personas de América del Norte confesaron diversos grados de participación en actitudes y/o comportamientos condescendientes y paternalistas. El lamento comunitario creó un espacio propicio para el arrepentimiento y el perdón, por lo cual, cuando nos pareció correcto hacer el cierre, recitamos juntos/as: “Ten piedad de nosotros/as, oh Señor. Danos el poder para no pecar más y para defender la justicia y la paz del evangelio.”
El lamento comunitario tiene un papel poderoso que ser desempeñado en el proceso de curación que conduce a la paz, ya que brinda la oportunidad de arrepentirse y perdonar, y de presentarse juntos/as ante Dios con honestidad y esperanza. Las personas pacificadoras son aquellos/as que pueden llevar a la persona victimaria al arrepentimiento, a la persona maltratada al perdón y a todos/as a lamentar la violencia y el derramamiento de sangre del pasado, para pasar del pasado a la paz presente y, en última instancia, al futuro de Dios, donde todos/as podremos experimentar la reconciliación de todas las cosas en Cristo. Gracias.
Leave a Reply